Decidí terminar con "Galleta" y continuar el tratamiento con la médica clínica, la que me había indicado el chequeo. El chequeo duró toda una mañana en la que atravesé distintas puertas de consultorios con una planilla en mano que me entregaron al comienzo. Nadie avisaba que había detrás de cada puerta, pero la imágen era la misma: señor de guardapolvo, camilla, y una pantalla en donde quedaría plasmada la vida que yo había llevado durante tantos años más el resultado de los cigarrillos fumados. Todo comenzó cuando devolví el aparato de la presión. No sé como hizo la técnica pero en un segundo visualicé en la pantalla un montón de cuadraditos como en el juego de la oca. "¿Que son esos cuadraditos rojos?", pregunté. "Las tomas de presión alta". Iba perdiendo el juego. Noventa por ciento de cuadraditos rojos. No me animé a preguntar nada más. También salté al cuadradito siguiente, es decir, las puertas detrás de la cuales, una vez acostada en la camilla, "me engelaron" cada parte de mi cuerpo y pasaron una especie de ruedita por todos lados: abdómen, piernas, brazos, carótida (esa me preocupó fundamentalmente), esperando ver -porque de eso se trataba- qué sistema de mi corriente sanguínea estaba tapada. Un gracioso de los de guardapolvo blanco hasta se animó a hacerme el chiste estúpido: "Queremos ver si sirve para presidente". Me hcieron soplar, además, en un tubito, a fuerza de amor propio, todo el aire que conseguí meter en mis pulmones para comprobar cuánto de ellos aún servía para ejercer una respiración digna. A juzgar por mi modo de subir las escaleras no tuve esperanzas de que quedara mucho. Hacerse un chequeo equivale a ver en números que clase de vida de mierda una ha llevado, más allá de las anécdotas tristes y alegres que se acostumbra a contar a lo largo de los años a las personas: cercanas, familiares, allegados, conocidos y desconocidos. A los números que arrojan datos no se les puede mentir, justificar ni argumentar, con lágrimas en los ojos, si fumó más por esto o por aquello. O comió de más por esto y esto otro. O peor, por qué aún lo sigue haciendo. A ellos no les importa. Me dije "qué lastima". Y me lo decía sin razón alguna cuando me limpiaba con servilletas rasposas el gel que me habían vertido como a una Cleopatra contemporánea hasta dejarme totalmente plastificada.
Entre "respire y no respire, sople fuerte, otra vez, otra vez, y camine más rápido que ahora incliné la cinta" se me pasó toda la mañana. Mi idea más productiva fue pensar que debían poner toallitas de algodón mojadas en perfume en lugar de esos rollos de papel duro y poco cariñosos. La única parte no hostil fue oftalmología porque de todas formas yo ya se que no veo ni de cerca ni de lejos y que tengo cataratas. O tal vez allí me sentí mejor porque de todo lo que le pasa a mis ojos no tengo la más mínima culpa. Sí, debió ser por eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario