lunes, 29 de noviembre de 2010

Noche Uno

Cómo se me ocurrió que el día 1 sería esa misma noche, no lo se. A lo mejor pensaba que de no empezar ya no lo haría nunca, y sin que me diera cuenta el pacto había comenzado. Sólo faltó darnos la mano celebrando un código mafioso. Recuerdo haber preguntado en pocas palabras si él creía que iba a dar resultado. “Vamos despacio”, respondió. Debía juzgar que ir despacio garantizaba el éxito. Sin embargo me dio esperanzas. Si él lo creía… Fue mucha mi sorpresa cuando leí el nombre escrito en la receta. “Me parece que tengo”, dije. Y sí, tenía. Ya lo había tomado no recuerdo cuándo. Por la cartera se asomaban otras píldoras y una batería de chicles de nicotina de diversas marcas. También se respiraba una especie de tufillo a tabaco viejo, como si ocultara entre los bolsillos a algún anciano en miniatura, caprichoso y empecinado en oler a toscano rancio. “Pero no es lo mismo que hacer el tratamiento con un médico”, aclaró. Eso le debió dar a él una extraordinaria seguridad en lo que hacía y, un plus a mi esperanza bordeada por un halo de milagro. Sentí que me prometía uno. Y le creí, tanto como para comenzar esa misma noche, a la que llamo: “la noche una”. Aunque me acosaran los temblores como a la mujer-pájaro, que al salir del consultorio ya no estaba. Como tampoco el señor que babeaba dormido y semidesnucado en la silla de la sala de espera. Nadie. Tomé el ascensor como tocada por una varita mágica. “Pida turno para el próximo jueves”, fue lo último que le oí decir al  “Dr. Galleta”, parado al costado de la puerta, con su aire extranjero que se me antojó alemán y que sin embargo desmentía su apellido: Di Pietro. No le presté demasiada atención ya que allí nada encajaba. Al fin y al cabo me encontraba contorsionándome con dificultad ante una estrecha puerta franqueada por el sereno que me miraba con indulgencia, y diciendo, ante mi perplejidad por la cortina metálica baja de lado a lado: “igual puede salir”. ¿Y por qué no iba a poder salir? No pensé que me hubieran secuestrado, a menos que eso formara parte del tratamiento para dejar de fumar, y a pesar de que los pacientes (raros los pacientes…)  daban la impresión de haberse desvanecido, igual que las empleadas. Nadie más estaba allí. Sólo Galleta, el portero y yo, luchando por no enganchar un taco en alguna punta metálica de la delgada puertita de ese lugar llamado Centro Médico Belgrano, ubicado en el barrio de Nuñez.


Hacer uso del honor a la verdad fue un firme propósito desde el principio. Nada de restar diez o más cigarrillos a los que fumo. Y si el médico creía que yo estaba loca que lo creyera porque de eso, al menos, estaba segura. Claro que es bastante humano adornar las cosas para que no suenen demasiado terribles. ¿Por qué le habré dicho que mi padre, mis abuelos y mi hermana –todos ya muertos-  también fumaban? Crecí dentro de una estela de humo. Eso fue lo que dije. Y era cierto, menos mi madre todos exhalaban un aire blancuzco de la noche a la mañana. Y no es que creyera en eso como la causa de mi adicción al tabaco. Pero me debe haber sonado por lo menos lindo como un cuento. Poco faltó para que me imaginara a mi misma como a Campanita flotando en una nube blanconicotinada. Sin culpa, con inocencia,… que se yo. Fue como darle un toque mágico a lo que parecía desde el principio demasiado dramático. Duró poco. Duró hasta que explicó por qué no debía fumar en la habitación: “las partículas que subieron bajan durante la noche y se depositan sobre la cama, las almohadas, y las colchas, y así usted fuma dos veces, o mejor dicho fuma toda la noche”, explicó. O sea que yo, entre los cigarrillos fumados en estado de vigilia, esas partículas depositadas bajo mi propia responsabilidad en el escaso aire del dormitorio y las arrojadas por mis consanguíneos sobre mí desde que tengo uso de razón, venía fumando desde hacía cincuenta y nueve años. Y si a eso le sumamos las bocanadas que seguro mi padre expulsó sobre mi progenitora durante los nueve meses de embarazo… ¡Cómo no pensar en por qué aún no estaba muerta! Me vino a la mente una sola respuesta: es que la mayoría de las veces, las cosas,simplemente, no encajan.


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