domingo, 28 de noviembre de 2010
Primera Cita
Llegué a las 8 y 20. Mi turno era y media. En frente una señora agarrada de una radiografía se sacudía sin conservar el menor compás. Una vez la pierna, como con escalofríos, otra los brazos con los codos ida y vuelta hacia afuera como un pájaro.Alternaba con un movimiento de cabeza hacia arriba, como sacándola de un agua imaginaria. Algo intermitente, impredecible, sin secuencia segura. Si la tuviera, pensé, tal vez podría hacer algo con ese cuerpo perpetuamente sacudido. Para nada. El hombre que estaba a mi lado roncaba. La cabeza hechada hacia atrás y la radiografía deslizada por sus piernas. ¡Qué espectáculo! Un muchacho entró en el consultorio 21. El mío era el 22. Se abrió la puerta y alguien salió ligero, sin permitirme un exámen entretenido que hiciera pasar el tiempo. La puerta quedó abierta y yo sin saber qué hacer. Indiferente, la señora-pájaro convulsionaba a unos metros, más allá de todo y de todos. Tal vez sólo por el ánimo de no mirarla más me levanté y me asomé por el vano de la puerta. ¿Puedo pasar ya? Le dije sintiéndome un poco estúpida. Si, contestó, la puerta está abierta. Sonó como un aviso del más allá. La puerta abierta era una señal a la que yo, desprevenida de los códigos del lugar, había fallado en responder, al menos de forma inmediata. Primera vez que viene? dijo. Si, contesté con millones de puntos suspensivos en la cabeza. Logré pensarme como una estúpida completa sin esfuerzo. Un compás de espera se materializó en el espacio. Me toca hablar, seguro. Y dije: vengo para que me ayude a dejar de fumar. Contesté a cada una de las preguntas básicas haciendo honor a la verdad y cada verdad me volvía un cadáver. ¿Cómo es que aún no estoy muerta? Es probable que él haya pensado lo mismo pero sin demostrarlo. A fuerza de ver estúpidos como yo había adquirido una indeleble cara de póker. Algo de buen samaritano también, como quien perdona nuestros pecados, enumeró las reglas: no fume en la habitación ni en el auto. Tome mucha agua mineral. No beba alcohol. Esta píldora -hizo la receta- , la toma con el desayuno. No desayuno, dije, tomo mate. No, no , no, coma alguna galleta. Lo de la galleta me hizo pensar que era extranjero. Seguía inspirando paz al decir: le va a dar temblores, insomnio, náuseas, mareos, pero no se asuste. Yo no me asustaba, sumaba. Sumaba lo que sé que me pasa cuando no fumo, las veces que lo intenté: ira, odio, enojo, ganas de matar a cualquiera. La cuenta, a la que se le agregaba los temblores etc. no se mostraba saludable. Indicaciones y receta en mano fuí hacia la calle. Prendí un cigarrillo. Al llegar al departamento delimité las zonas libres de humo y el área de fumadores, igual a los policías que marcan el espacio en que se cometió un asesinato. Aunque experimentaba también la sensación de implementar el crimen perfecto: a nadie le dije lo que planeo ni la forma de hacerlo. Tomo la píldora a escondidas. Llevo la cuenta de los cigarrillos permitidos. Temo ser descubierta, que algo me delate. No estoy dispuesta a declarar en mi contra. No quiero que me asedien o pidan explicaciones si fracaso. Hoy es el día tres. Contra los presagios no tiemblo y dormí como un chancho. El atado está lejos. Pero pienso el día entero en él. Como una boba pensaría en el príncipe azul. Lo manoseo. Constato que todavía quedan muchos por fumar o muchos no fueron fumados. Debo ver a mi cómplice el próximo jueves, y todos los restantes hasta concretar el hecho. Ya conozco nuestra señal: la puerta estará abierta ...
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